Comparezco ante ustedes, a recibir el Premio Simón Bolívar y a pronunciar estas palabras de agradecimiento, presentándoles, a manera de credencial, como si fuera el santo y seña que se acostumbraba en las novelas infantiles de aventuras, el único título que reivindico para mí con un orgullo que no puedo disimular y que tampoco quiero disimular: soy reportero. A mucho honor. Soy un reportero entusiasta al que la vida tuvo la mala ocurrencia de convertir en director.
Podría aprovechar esta ocasión afortunada para hacer algunas reflexiones sobre el periodismo que estamos ejerciendo en la acongojada Colombia de nuestros días. O sobre las relaciones, cada vez más difíciles, entre la prensa y los poderes del Estado. O sobre nosotros mismos, los periodistas, esos seres arrogantes a los que Honorato de Balzac les dijo, hace un siglo y medio, que si el periodismo no existiera, no habría ninguna necesidad de inventario.
No voy a caer ahora, ante un auditorio tan ilustrado, en la simpleza de demostrar que la noticia se ha convertido, para la sociedad moderna, en un artículo de primera necesidad, como los huevos o la leche, hasta el punto de que el Dane debería incluir a los medios de comunicación en la canasta familiar.
Pero en esta Colombia de hoy, en la que, para bien o para mal, nos ha correspondido vivir y trabajar, las noticias de nuestro tiempo son muchos más que eso: son, para nosotros, los periodistas de la radio, un dolor que recibimos de primera mano.
Ningún colombiano sufre más, y agoniza más, que ese hombre que transmite una tragedia a través de la sobrecogedora soledad de su micrófono. Déjenme decirles una verdad sombría: a veces creo que los griegos antiguos tenían razón cuando ejecutaban a los mensajeros de malas noticias.
Vengo aquí, como quien concurre a una reunión de familia, a decir ante ustedes unas pocas palabras íntimas y sinceras. A decir, por ejemplo, que a pesar de ese dolor cotidiano que llevamos a cuestas, los directores de noticias de la radio colombiana hemos permitido que cierta prensa farandulera nos convierta en reinas de belleza. Ahora somos ídolos de la frivolidad que juzga el color de nuestras ropas, la textura de nuestras corbatas, el sitio de nuestras vacaciones, y que, encima de todo, como si no fuera suficiente, ahora pretende entrar con sus fotógrafos a retratar el cuarto donde duermen nuestros hijos y donde reposa nuestra intimidad.
Confieso, con la crudeza con que debe hablarse ante esta parentela que se congrega hoy, que a veces yo mismo he sentido la tentación de creer que realmente soy un personaje, un poco arrogante, objeto apetecido por la voracidad insaciable de los curiosos. He visto a compañeros de mi oficio dejarse encandilar por las diablas del escenario público y por los fogonazos de una gloria efímera. Vanidad de vanidades. Espejismos de la vida. Los periodistas, que somos tan maleables ante la fatuidad y el halago, nos negamos tercamente a comprender que somos apenas aves de paso, pájaros migratorios, gente que, como en la estremecedora carta de Bolívar a su prima, cumplimos la misión fugaz del relámpago: cruzar por un instante el firmamento y tornar a perdernos en el vacío.
A eso he venido hoy a este lugar: a darles a ustedes las gracias, en nombre mío, de mi mujer, de mis hijos y de toda mi familia, que incluye a todos mis entrañables compañeros de RCN, por el premio de periodismo que me han otorgado. A decirles que los dolores que padece Colombia caben, enteros, en el corazón de un periodista radial. Y a pedirles, también, que hagan, no sé cómo, la obra de misericordia de ayudarme a estar en el sitio donde debo estar: en el barro callejero de la reportería y en el sudor del oficio, donde las noticias caminan, como los hombres, con sus grandezas y miserias. Hemingway, ese sinvergüenza maestro de periodistas, dijo alguna vez que la reportería es “el único periodismo verdadero”.
Ustedes, que son mis colegas, no me dejen nunca caer en la tentación de sentirme algo más de lo que simplemente soy: un reportero entusiasta al que la vida tuvo la mala idea de convertir en director.