Premio a la vida y obra
de un periodista


Enrique Santos Calderón

Enrique Santos Calderón

Para quienes hemos llevado una curiosa vida de mellizos profesionales, que empezó exactamente el día 1° de mayo de 1964, y nos ha convertido en constantes compañeros de camino, no resulta insólito que llegue también al “alimón” este premio que cada uno de nosotros juzga injustificado en su caso, pero ampliamente merecido en el de su colega.

La importancia y difusión, que tiene el Premio Simón Bolívar, nos garantiza una oportunidad de perdurar en el recuerdo nacional. Estamos seguros de que dentro de varios decenios a nuestros futuros compatriotas no sonarán extraños los nombres de Santos y Samper o Samper y Santos, y pensarán que se trataba de algún dueto de bambuqueros ilustres como Garzón y Collazos o Emeterio y Felipe. No importa. A la inmortalidad se puede llegar de diversas maneras.

Si algo podemos saber los periodistas es que este es un oficio que ofrece esquinazos inesperados. Dos de esos esquinazos nos impiden estar aquí con ustedes recibiendo este premio, como quisiéramos. Pero de nuestra amplia gama de hermanos menores, hemos escogido a los dos que mayores garantías ofrecían para que lo reciban por nosotros.

Nos ha correspondido ver a lo largo de estos 25 años una rápida evolución del país y del periodismo colombiano. Debutamos con las páginas de El Tiempo, que ha sido nuestra casa y nuestra escuela de siempre, al despuntar los años sesenta con toda su mezcla de optimismo, idealismo, ruptura y frustración. Vivimos los años setenta cuando el precario sistema de fiscalización institucional hizo crisis y se ahondó la frustración nacional. Y estamos atravesando los desconcertantes años ochenta, en los que la insurgencia de fuerzas desestabilizadoras y violentas ha conducido al país a un abismo de sangre, zozobra y valores perdidos.

También hemos sido testigos cercanos de la evolución de la prensa a lo largo de estos 25 años. Hemos observado con asombro la vertiginosa evolución tecnológica que nos hizo pasar de la edad de plomo a la edad del computador.

Hemos presenciado la evolución de sus contenidos, desde un periodismo de franca militancia política hasta un periodismo que se esfuerza por ser veraz, objetivo y pluralista, así no siempre lo logre.

Hemos asistido a la evolución de una profesión que ha ido abandonando su condición de oficio de pago y ocupación marginal para consolidarse como actividad de compromiso permanente y a perpetuidad.

Hemos visto también la relación entre aquel país y esta prensa a lo largo de un cuarto de siglo. Hemos presenciado cómo la prensa ha tenido que asumir papeles que el vacío social puso en sus manos: el papel de fiscalizadora ante una desbordada corrupción oficial y privada y el papel de opositora a los embates del narcotráfico ante el temor, la complacencia o la indiferencia de otros sectores nacionales. Y la hemos visto pagar caro estos papeles con periodistas asesinados, amenazados y exiliados. Porque hemos de convenir en que, en los últimos años, la profesión que Albert Camus exaltara como “la más bella del mundo”, también se ha vuelto, entre nosotros, un oficio peligroso y lleno de las trampas mortales que tienden quienes, desde cualquier extremo ideológico y apoyados en la presión intimidatoria de las armas, se niegan a aceptar que la misión de informar, opinar y criticar tiene que ser enteramente libre.

Ese contacto constante y ya prolongado con Colombia y con su prensa nos ha permitido conocer las fortalezas de una y otra y también sus debilidades. Y nos obliga a reconocer que es largo el camino que aún hay que recorrer para llegar a un país más justo y grato para todos los colombianos, y a una prensa más responsable y más independiente.

Vamos a repetir un viejo lugar común que en este caso resulta cierto. Entendemos bien que esta distinción no se nos hace a nosotros personalmente, sino que es un reconocimiento a una generación de colombianos que, en pocos lustros, ha tenido que vivir experiencias más intensas y nuevas que muchas otras, a una generación de reporteros que ha asumido su oficio con incansable cariño y hondo sentimiento profesional y a una generación de comentaristas que ha manifestado, con convicción a veces temeraria, sus opiniones y que ha asumido las consecuencias de ello.

Quizás nuestro principal mérito sea el de haber llegado un poco antes que muchos colegas a este mismo y a otros escenarios. Pero si existiera algún otro, reclamamos el de haber querido a esta profesión de manera apasionada y el de haberla respetado de manera resuelta, sin aspirar a utilizarla como trampolín político, atajo hacia otras actividades o fuente de negocios.

Quisiéramos terminar este mensaje como mandan los cánones del género. Es decir, con una exaltada oración de optimismo para consumo de las nuevas generaciones. Pero consideramos que, de hacerlo, estaríamos quebrantando una lealtad a la verdad que hemos procurado guardar por encima de todo. Por eso lo único que podemos decir es que deseamos de todo corazón que vengan pronto para el país mejores tiempos, y que haremos lo poco que esté a nuestro alcance para que así sea.