La generosidad con que se premian hoy mis primeros 70 años de trabajo en El Tiempo en una anticipada celebración, se explica por ser el año en que el Nuevo Mundo cumple 500 de estar figurando como noticia. He sido testigo de este último acontecimiento diario desde que empecé a escribir en el periódico y siendo tal vez el único de los cronistas bogotanos que le lleva el apunte al mundo americano desde 1918, se explica esta ceremonia. Es un premio a la constancia. Mi parte noble estaría en haber puesto todo lo posible por hacer el registro dignamente, y el premio se da considerando la limpieza con que se haya hecho el trabajo. Debo reclamar para el mío cuando menos el juvenil empeño que he puesto, desde un principio, en penetrar las raíces del ser americano. Lo he hecho con la ingenua decisión de llegar al fondo de lo que fue la creación americana, trabajando entre la libertad y el miedo, por los riesgos del oficio. Quien va a celebrar los 500 años de la fundación hoy se pregunta: ¿Por qué se vinieron los primeros españoles que acompañaron a Colón en la aventura de 1493? ¿Qué pensaban al entrar en las carabelas del segundo viaje? ¿Lo hicieron resueltos a fundar su nuevo hogar en las Antillas para no regresar, ya nunca, a la patria española? ¿Venían a liberarse? ¿En busca de un Nuevo Mundo? ¿A crearlo para su propia libertad?
Si es así, el descubrimiento se confunde con la independencia. Con la libertad. Y los 500 años no son sino el diario suceder del destino que buscaron al embarcarse quienes venían a emanciparse.
En 500 años 200 millones de europeos han repetido ese viaje sin regreso para crear un Nuevo Mundo distinto a una Europa que no les satisfacía o que definitivamente los expulsaba. América es la única creación del hombre insatisfecho que sale de Europa en busca de su liberación. Esto pasa desde 1493 hasta hoy. Es el movimiento multitudinario más grande que haya conocido el Occidente. Lo inician oscuros labriegos de Extremadura, Castilla y Galicia que en una generación se convierten en los gigantes de su siglo: Hernán Cortés, Vasco Núñez de Balboa, Francisco Pizarro, Bartolomé de Las Casas, Jiménez de Quesada y cuantos figuran en las primeras historias del Nuevo Mundo, que no son sino semillas de los Bolívares, San Martines, O`Higgins, Washingtons, Lincons, y Martís porque de todos los pueblos de Europa, por una u otra razón, saldrán los que allá no tienen nada y aquí vienen a convertirse en creadores de un mundo formidable. Eso es lo que registrará el periódico americano.
Sería mejor decir descubrimiento de la libertad que descubrimiento de América. Yo he visto, como simple reportero de lo que ha pasado, surgir figuras descomunales de esa muchedumbre de humildes emigrantes que, desde Chile y Argentina hasta Canadá, vienen a América porque no encontraron en Europa nada que les fuera propicio para surgir. Por eso, la creación de un Nuevo Mundo, como tierra de liberación, es la saga más apasionante de los últimos cinco siglos. Yo sé que mi oficio de periodista nunca ha llegado a la altura de lo que podría ser esa epopeya. Leo la primera página del Diario de Colón y cómo describe, en esa iniciación literaria del mundo americano, lo que habría de ser con el tiempo una María, Vorágine o Atala de Chateaubriand y me parece estar asistiendo a los orígenes del mundo literario. Como creación del hombre, no hay otra aventura mayor que la del Nuevo Mundo. Y si fuera cronista oficial yo me atrevería a retar a la escuela de los filósofos hegelianos, que creen que hay una historia única universal poniendo como pauta la filosofía alemana que les inventó el profesor de Berlín, y les diría: “de 1500 en adelante, hay dos historias contrapuestas: la que siguieron los europeos que se quedaron con sus tradiciones, mitos, guerras y emperadores, y la que vienen a hacer los que emigran para inventar en América el Estado sin reyes, la república representativa, los Derechos del Hombre y todo lo que Hegel creyó que no podía entrar en el teatro de la Historia Universal”.
No tengo expresiones de gratitud para decir hasta dónde me entusiasma recibir el Premio Simón Bolívar. Pero mayor es la melancolía que me embarga cada vez que veo cómo nos olvidamos del destino de América y al cabo de estos 500 años, en que todos deberíamos unirnos a los descendientes de los fugitivos desgraciados de todas las naciones, religiones y razas —nuestros tatarabuelos—, echados a las playas de América por el Viejo Mundo podrido de odios y fanatismos, vacilamos para crear aquí la democracia. El diario, el periódico americano del siglo que viene, no deberá ser, para este cronista del premio Simón Bolívar de 1992, ni iberoamericano, ni latino, ni sajón, ni comunista, ni hijo de ninguna secta del Viejo Mundo de guerras, privilegios y fanatismos. Que el diario sea para una América igualitaria y tan justa con el blanco como con el negro y el cobrizo, sin esclavos ni siervos. Sencillamente democrática y libre, como lo pedimos para nuestras hojas de papel.
Este siglo XX es el de mayor número de inmigrantes llegados a América, el de mayor barbarie en Europa, y el que implicaría un cumplimiento más acabado de las palabras de Bolívar... La libertad de América es la esperanza del Universo. Y hemos tenido, en casi toda Suramérica y el Caribe, dictadores hijos de italianos, gallegos, franceses y alemanes. Y casos tan aberrantes como el de Fidel Castro que se empeña en sostener un despotismo comunista cuando ha muerto hasta en la madre patria del Goulag.
No es fácil, en dos siglos, perfeccionar un sistema nuevo como la democracia para los tiempos modernos. Ni es tan simple poner a un nivel de justa valoración a culturas que sufrieron el traumatismo de la Conquista, como los indígenas que habían llegado a altísimos desarrollos que se vieron bruscamente interrumpidos en el curso de su progreso secular, al dar a los negros, que venían de ser esclavos en su propia tierra, la ciudadanía igualitaria. Con Bartolomé de Las Casas empezó la reparación para los indios y con la llegada de la república, la liberación de los esclavos. En el mundo iberoamericano el mestizaje comenzó a borrar la arrogancia de la raza blanca y la fórmula de Juárez, “la paz es el respeto al derecho ajeno”, fue extendiéndose como uno de los derechos humanos y quedó como un poder vigilante para hacer de América la casa de la libertad como estaba escrito en su destino. Como la vigilancia de la prensa libre puesta bajo la responsabilidad de sus trabajadores.
Estos premios están destinados a quienes sientan que esa responsabilidad es la suya propia. Recibirlos no es sino el compromiso de defender esa obligación y cumplir el deber de ser inflexibles cada vez que la amenaza de cualquier poder pase como una sombra para disminuir la libertad de nuestros papeles que son el escudo impreso de la democracia americana.