Sobrecogido por un galardón de esos que mi temperamento de combate no me ha permitido merecer, me encuentro ante una inesperada ocasión de dar testimonio sobre el ejercicio de la que actualmente es la más noble de las ocupaciones humanas.
Ignoro, y no quisiera llegar a averiguarlo, si ese oficio hazañoso, que trabaja con material excelso —la opinión pública— y con la herramienta más acerada y punzante —la inteligencia—, puede llegar a ser un oficio menor en una sociedad jerarquizada por el pragmatismo. En ese momento terminaría una de las bellas aventuras del espíritu.
Cuatro centurias y media ha estado la libertad de expresión impresa al alcance de quienes tuvieron algo que decir. Amenazada todo el tiempo por la represión y ahora por la exorbitante exigencia económica de una tecnología costosa. Nos estamos replegando al terreno defensivo, en donde la libertad de información es el objetivo mayor con el cual nos conformaríamos si por lo menos se nos garantizara. Porque ya el otro campo, aquel en que penetraban los oradores antes de la imprenta para desgañitarse, es decir, el foro, la esquina del mercado, la puerta de la iglesia, todos escenarios propios para convencer, ha sido absorbido por los grandes números de la comunicación de masas. Cuando la imprenta era asequible para la gente sin recursos se podía ejercer la divina pretensión de crear criterios colectivos. La inevitable concentración de los medios de comunicación conduce a que la única forma de tolerar su desmesurado poder sea que se abstengan no solo de realizar proselitismo sino de defender la verdad.
Deben disimular su inmensa capacidad monopolística de crear opinión, simulando no ejercerla. Para que quede ahí, en potencia, para ser usada como un recurso final o para inocularla gota a gota de forma que no provoque anticuerpos. Es tan agobiadora la perspectiva de que los medios impongan a su antojo una sola verdad, que la prensa ha conducido al hombre contemporáneo a la aberrante actitud de pedir, a gritos, que no haya verdad alguna.
Creo que la humanidad está perpleja ante la magnitud de ese maravilloso aparato tecnológico que forman los medios de comunicación. Su manejo se está resolviendo a costa de la libertad. Porque, como no es posible acomodar la mente humana dentro de un esquema que prescinda de un concepto de lo que es verdadero, esa verdad la impone quien disponga, policiva o económicamente, del monopolio de la prensa.
¡Ay de la dialéctica! Esa hermosa ciencia que no solo era raciocinio sino un impulso natural de ánimo para buscar la verdad y comunicarla convincentemente que utilizaron todos los grandes de la cultura. Ya no puede nada contra unos centenares de miles de ejemplares en la penetración incontrolable de los medios en los recintos más íntimos de la vida social. La verdad adoptada por los grandes números perfora el trastorno subliminal hasta más allá de la inteligencia y de la propia conciencia. Y contra ella no es posible argüir sino con una capacidad publicitaria equivalente. ¿Con teoremas y raciocinios? ¿Con tesis y antítesis? ¿Con sorites? No. No hay controversia. La decisión la imponen, otra vez, los grandes números, las circulaciones certificadas y las audiencias cautivas.
Ahí está uno de los grandes problemas de nuestro tiempo: consiste en que para soportar su grandeza, la prensa tiene que dejar de ser un poder espiritual. Que lo ha sido. Devotamente lo hemos reverenciado. Ocupó un sitio abandonado por otras categorías religiosas o intelectuales. La prensa llegó a ser, a la vez, el resumen y el motor de la cultura. Consagraba y creaba valores espirituales y también los sometía a prueba y los destruía, sin que ello exigiese el holocausto de la persona humana.
Todavía en Colombia la prensa no ha renunciado a ser un poder espiritual. Existe aún el clima de libertad política que permite la libre expresión del pensamiento, excepcionalísimo ya en el mundo. Y que no valoramos, ni defendemos, ni tratamos de preservar contra aquellos que quieren destruirlo poniéndolo, por abuso, en las más altas situaciones de tensión. Parecería que diariamente exclamamos: “¡Bendita seas, libertad de prensa, así nos mates!”. Sin caer en la cuenta de que ella misma se está matando.
Y quedan todavía medios de expresión para defender la verdad en que se cree, para controvertir la que los medios monopolísticos nos quieren imponer y para que la inteligencia sobreviva en el piélago de la publicidad.
Mientras dure, ese es el más bello escenario de la vida contemporánea. Mientras dure, queda la posibilidad de trabajar la opinión pública como materia prima de nuestra propia historia. Mientras dure, se podrá cautivar a la gente con la excelencia de la verdad que uno profesa y seguir buscando ese propósito cuando las propias capacidades dialécticas no logran inicialmente el intento. Mientras dure, podrá subsistir la empresa de convencer al pueblo aguzando su capacidad de pensamiento. Mientras dure...
Si tenemos el orgullo de poder ser periodistas en Colombia, como forma excelentísima del ejercicio de la inteligencia, también debemos señalar que, desde dentro de ese oficio, vemos que hay síntomas de desnaturalización.
Un periodismo no opinante, satisfecho con su majestuosa tarea informativa, puede alcanzar un esplendor material que nos deslumbre. Podría ocurrir, sin embargo, que esa exuberancia noticiosa no fuera sino una inconsciente exhibición de un estado de decadencia, que nos da material y pretexto para cumplir la tarea reporteril satisfaciendo la curiosidad pública pero relegando nuestra obligación de denuncia. ¿No será acaso que las épocas de decadencia son especialmente propicias para el periodismo informativo, vigoroso, dinámico, apresurado, exitoso... pero que ha dejado de ser directivo?
En la evolución de nuestra estructura periodística, los colombianos tenemos derecho a inventar porque nos rodean circunstancias de excepción que otros pueblos ambicionarían. Sabemos que estamos en tránsito. Que no es posible permanecer estáticos. Que los ímpetus que nos quieren mover hacia un tecnicismo despersonalizante no son buenos, porque le arrebatan a la prensa su noble misión de trabajar sobre la inteligencia.
Eso que hay que inventar puede ser el fruto, más que de un reglamento, de una experiencia tolerante. La tolerancia es la gran virtud social de quienes creen en su verdad. Privilegio al que no acceden los que no creen en nada.
Y vamos consiguiendo resultados. En primer lugar, señor Presidente, la libertad política de poder imprimir. Mérito inmenso, que no se da sin que haya una valerosa decisión gubernamental de preservarla. Luego disponemos de un cubrimiento noticioso activo, intenso, variado y heterogéneo a través de los medios audiovisuales como quizás no lo hay en ninguna otra parte del mundo. Sé lo que digo. No existe allí donde hay regímenes políticos socialistas o dictaduras militares, no lo han soportado las democracias europeas y no existen medios ni cultura bastantes para ensayarlo en las nuevas nacionalidades afroasiáticas. Mucho de lo que hoy tenemos ha sido peor entre nosotros. Más irresponsable, menos objetivo, más pugnaz. Ello permite pensar que nuestra desbocada función informativa es perfectible y que se puede convertir en modelo.
Y la prensa escrita, acosada por los costos, en parte ha buscado su supervivencia económica explotando los bajos instintos y las tendencias depravadas. Recurso que ya se empleó y agotó en otras latitudes. Pero en el sector sano de la prensa escrita no hemos llegado a conclusiones. Parecería que ni siquiera las estamos buscando, y nuestra inmensa y vanidosa satisfacción de estar ejerciendo, ahora, un poder espiritual, no nos impide reconocer que tenemos mucho por hacer antes de llegar a situaciones involuntarias irreversibles.
Seguros Bolívar, con su voluntad de exaltar el periodismo sobresaliente, nos ha puesto a pensar en lo que somos y hacemos. Su estimulo nos compromete a seguir buscando el camino para cumplir con una elevada obligación social que es la que ha sido premiada y no los discutibles méritos personales que siempre son insuficientes.
Y esa obligación social que se premia entraña la voluntad de no permitir que el ánimo colectivo decaiga. La más bella figura retórica de la liturgia es aquella que dice que se puede levantar el corazón. Si los periodistas debemos usar el “retorcedor” de las conciencias para salvar valores, más cumplimos si le ofrecemos al país la esperanza de su redención.
Señor Presidente: vuestra hospitalidad hoy consagra la dignidad de estos premios generosos. Y tomándolos como un símbolo de nuestra unidad, reafirmamos aquí nuestra confianza en Colombia y su destino.