La costumbre del discurso y del prólogo. Este último causa de la intimidante sensación de vacío, ya legendaria entre los columnistas y su página en blanco. Aquel, del terror de un auditorio, como éste, que recuerda, tal vez, que inicié mi peregrinaje periodístico hace 36 años. Estrenándome, a la vez, ¡como cargaladrillos y columnista!
No tengo la menor intención, sin embargo y para tranquilidad de ustedes, de hacer cronología. Solo unas pocas palabras para agradecer este reconocimiento a un largo ejercicio profesional que me ha llevado del periódico a la televisión, de la radio a las revistas, del foro a las columnas de opinión y a la tertulia, quizás porque —en definitiva— la realidad es inabarcable y en ella muchos temas nos atraen, punzan o deslumbran. Queremos entender, al menos es mi caso, lo mucho que no comprendemos y lo infinito que ignoramos. Para sentirnos vivos nada otorga ese don inapreciable con mayor intensidad que ese viejo oficio que hoy se premia en este recinto acogedor. Una labor incesante —desde que José Alejandro Cortes apoyara, sin restricciones, la idea luminosa de Ivonne Nicholls de reunir extraordinarios trabajos de distinto género—, que nos congrega con regocijo año tras año y hoy avanza hacia el final de su tercera década.
¿Qué ha cambiado en el periodismo, en Bogotá, en Colombia, en el mundo, en mi propia vida, desde que, recién salida del cascaron javeriano, pergeñé trabajosamente mi primer reportaje para El Espectador sobre el San Victorino de entonces, en tránsito brutal de la teoría a la praxis? ¿De la inmersión en una realidad sin tapujos, de ropa usada, de marginalidad y delincuencia, de abandono secular, mugre y miseria, al lado de una imbatible capacidad de sobrevivir, a la desbrozada plaza que hoy se adorna con la contundente mariposa del maestro Negret? Aparentemente mucho, en realidad poco, si nos atenemos a las cifras, las estadísticas y las alarmas de organismos nacionales e internacionales. Si miramos, como ejemplo, entre cientos, la tozuda realidad de la Bogotá marginal y flotante que ya no atiende canto de sirenas y que acaba de cobrarle una deuda secular a su dirigencia.
Tuve, claro está, en una especie de viaje a la memoria, título de mi primera recopilación de entrevistas, que releer muchas de las opiniones que consignaron allí políticos de todos los matices, maestros de todas las artes, personajes de todos los pelambres y, al volver sobre esos textos, encuentro que, en todos ellos, permanece agazapado un nítido instante de lucidez, raciocinio, análisis, realidad, imaginación o fantasía. Y no pocas veces, ¡de premonición y sentencioso augurio!
Allí está la voz enamorada de Eduardo Carranza, que amaba los dibujos de Durero, los poemas de Darío, Machado, Azorín, Quevedo, San Juan, Cervantes, Garcilaso y Juan Ramón Jiménez, la generación del 27, los callos a la madrileña y el puchero. Y se envolvía en una nube de Maria Farina cuando quería cautivar, que era casi siempre, y cuya forma de ver la vida lo inclinaba naturalmente hacia el príncipe y, por qué no, a Maquiavelo, de quien se decía discípulo. De las tres pasiones de Ángel Montoya heredó dos: “la mujer y el vino”. Fue maestro de escuela, diplomático, profesor de literatura y director de la Biblioteca Nacional. Pero su único oficio fue, como sabemos, el de poeta.
Y Julio Cortázar, imagen del intelectual puro. Mas francés que argentino, decían los argentinos, más argentino que francés decían los franceses a pesar de las erres marcadas de su parla. Argentino, pero más latinoamericano que argentino, con inmensas inquietudes políticas y dedicación a una causa libertaria, cimentada, según él, por la Revolución cubana y que quería volcar en todos los países de un hipotético bloque latinoamericano para alcanzar un ideal de independencia y solidaridad. Amante de la zona nocturna de la vida, plena de vampiros y mandrágoras, mostraba un lado sombrío dentro de su personalidad literaria a la vez que exaltaba y quería el sol del trópico y la realidad cotidiana.
Y Darío Echandía, el egregio maestro de Chaparral cuya voz, como un látigo sentenció, hace ya 23 años, la defunción de su Partido Liberal:
Aquí nadie se atreve a decir que es socialista y además liberal porque es partidario de que se pueda hablar contra el Gobierno. Eso nadie se atreve a decirlo porque se cae el gran Partido Liberal. Aquí todos esos viejos son enemigos de las reformas sociales. ¡Esos que se dicen dizque liberales!
Y en una especie de “mea culpa” añadía con trémolos de indignación: “Hace 65 años que estoy en la política y de ella no tengo más que malos recuerdos. He hecho todas las vagabunderías como ir a todas las convenciones y demás”. ¡Cualquier parecido... no es mera coincidencia!
Y hace veinte años, Abelardo Forero Benavides, hoy recluido en su biblioteca encantada, pareciera otear el futuro de los partidos históricos:
El Frente Nacional fue necesario. De eso no hay duda. Pero los partidos perdieron iniciativa e impulso, como era apenas lógico. Lo que hay que estudiar ahora es el medio de que sobrevivan y para ello tienen que comprometerse de nuevo en un gran debate intelectual, porque lo que queda de ellos no son sino organismos burocráticos. Y le voy a decir algo que me sale del corazón: es eminentemente necesario que aparezca en Colombia un partido socialista bien organizado, que diga una cosa distinta y tenga capacidad para realizar los cambios. Los partidos al eliminar sus odios, con el Frente Nacional, quedaron vacíos. El odio era lo único que los alimentaba y por eso asistimos a este proceso de desintegración. Porque el problema no es de división, que a veces puede ser fecunda. Pero la desintegración es como el cáncer. Los fenómenos sociales hay que analizarlos y darles una explicación y una rectificación”.
[...] Usted me pregunta sobre el papel del escritor, tan discutido, en la política. Podría transarse diciendo que el escritor está en el deber de luchar por los principios abstractos en contra de las injusticias concretas.
Y Carlos Fuentes, analizando la revolución cubana:
Para mí su gran fracaso es no haber sabido trasladar las extraordinarias transformaciones que se hicieron en profundidad a instituciones verdaderas, a instituciones que sobrevivan a un hombre. Este personalismo prolongado me parece fatal para un continente que requiere instituciones, más que hombres carismáticos... Pero, por otro lado, está la falta de generosidad, el acoso permanente de los Estados Unidos, que siempre sintieron la pérdida de Cuba como la pérdida de una hija descarriada, como algo personal y nunca reconocieron objetivamente el problema. El destino de Cuba me parece muy triste. Con todas las transformaciones que se han operado, debería cambiar. Pero temo que Fidel Castro tiene una vocación numantina de terminar su vida como la empezó, en medio del holocausto, la sangre y el fuego, y ser siempre la figura heroica de la historia. Y creo que los norteamericanos quieren dar una lección de sometimiento a la isla. Estados Unidos quiere reafirmar su hegemonía y demostrar en su “patio trasero” que, en efecto, hoy son, más que nunca, la única potencia mundial que actúa a su antojo.
Fuentes hablaba a once años de Afganistán e Irak.
Y las preocupaciones económicas de Alfonso López alertando en 1981 sobre los altos intereses:
La cuestión de los intereses altos es una equivocación en que ha incurrido mucha gente, no solo aquí sino en el mundo. Esas políticas monetaristas en los países en vía de desarrollo tienen consecuencias inesperadas en razón de lo imperfecto del mercado de capitales. Es evidente que uno no puede conseguir capitales para el Gobierno o para la industria o para la construcción, pagando intereses del 45 o el 60 por ciento. Pero no es igualmente evidente que se produzca una baja de los precios de los artículos como consecuencia de la baja en la capacidad de compra de la gente. Eso se producía en los países desarrollados. Hoy ya no se produce. El mundo está atravesando un periodo de tanteo en que las verdades de ayer ya no tienen vigencia hoy. Es lo que se llama “buscar la nueva sabiduría”, y para eso es muy importante el espíritu liberal: ensayar y no atenerse a los que fue valido en el pasado, porque las condiciones han cambiado totalmente.
Palabras proféticas a la luz de la crisis del 99 y a las teorías actuales de Joseph Stiglitz...
Carlos Lleras advertía sobre el dinero fácil, la pérdida de los valores, la corrupción y el narcotráfico:
En el país hay una corrupción creciente, Antes se hablaba de “amasar” una fortuna, lo que daba la idea de una acumulación lenta y de un trabajo para hacerse rico. Ahora se emplea la expresión “hacer” dinero, lo que da idea muy clara de la especulación rápida y del enriquecimiento precipitado, para tener acceso a un nivel de vida que no era conocido entre nosotros. Y que ha contribuido a que la gente empiece a encontrar lícito y posible hacer cosas que hubieran sido inconcebibles hace unos años. Yo veo una gran cantidad de gentes que uno no sabe de dónde han sacado el dinero. Negocios más o menos invisibles. Gente que puede gastar el dinero a manos llenas, llevando unos estándares de vida y haciendo unos desembolsos que a uno lo sorprenden porque no ha sido el género de vida corriente en el país y —claro está— eso va constituyendo un ejemplo. Los economistas americanos señalaron desde el siglo pasado el fenómeno de los consumos conspicuos. Yo creo que el fenómeno de los consumos conspicuos influye mucho en la pérdida de moralidad: la gente considera que le da “status” tener automóviles que valen millones, frecuentar restaurantes donde pagan miles de pesos, cosas —en fin— que, si uno considera el ingreso medio de Colombia, resultan extravagantes. El atractivo de ese género de vida es que esa acumulación de dinero, cuando es fruto de malas artes, se queda impune y la gente pasa a ser considerada como respetable. Mientras el individuo está en esas cosas turbias a veces no es mirado bien; pero, una vez que está lo suficientemente rico, pasa, como decía don Tomas Rueda Vargas, a “honradecerse”. Ese fenómeno de pasar a ser considerado como gente honesta cuando su posición social ha sido edificada sobre la deshonestidad, es una de las cosas más graves que están ocurriendo, no solo en el sector público, sino en el sector privado y es un fenómeno que se irá agravando con los años. Hay que volver a la sanción, no solo moral, sino social, y que la honestidad y la rectitud sean el mejor título para el aprecio de la comunidad.
Veintitrés años hace de esta conversación. Pablo Escobar no había arrodillado todavía a uno de nuestros gobiernos. El país no presentía la estela de sangre y dolor al que lo llevó el capo en el paroxismo de su demencia y que hoy lo mantiene en jaque con su carga de muerte y sus ramificaciones que prolongan y sostienen la violencia.
Y está la desencantada voz de Álvaro Mutis. Tan justamente laureado en los cuatro puntos cardinales, y quien dejó de ser optimista el día que: “un amigo definió a los optimistas como: ‘aquellos a quienes no les han dado todos los datos’”. Y añadía:
Esa para mí es una regla de vida. En un mundo como el presente no hay razón para ser optimistas. Estamos viviendo una época horrible y siniestra. Un amigo mío fue a ver a Julien Green, el gran escritor americano-francés, a quien admiro mucho, y le dijo que tenía la sensación de que nos estamos acercando al Apocalipsis. Julien le respondió con contundencia: “estamos en pleno Apocalipsis”. Y yo lo creo. Esta es una época realmente desastrosa. Ni la humanidad tiene remedio ni el hombre tiene salvación.
Posee una crueldad calculada fría, disculpada por la política, por las ideologías, por la codicia, en contra de sus propios hermanos, de sus compañeros de especie. Por eso no creo en la política y pienso, como Borges, que la política puede ser una de las formas de la superficialidad. Y agregaría que es una de las más transitorias y lastimosas actividades del hombre.
Desde las montañas de Corinto, Carlos Pizarro definía la guerra, esa que, diecinueve años después, ve indiferente a algunos de sus compañeros haciéndose elegir democráticamente:
En la guerra existe el honor militar. En la guerra no se trastocan los valores, se imponen valores nuevos y uno de ellos es el honor. Cuando nosotros combatimos, lo hacemos dando la cara, de frente, asumiendo todos los riesgos y siempre somos la fuerza minoritaria contra la mayoritaria del Ejército.
Nosotros respetamos el valor de los soldados que se nos enfrentan. Creemos que este Ejército tiene calidades humanas que son necesarias en toda confrontación. Pensamos que si hay respeto por el adversario y a sus derechos humanos, la guerra es menos cruel y sanguinaria.
Por otra parte, creemos que no importa de dónde salgan las soluciones que necesita el país. Somos realistas y prácticos. No decimos que el M-19 va a entregar una cantidad de reformas y a arreglar el país. A quien corresponda, que lo haga. Si es el Congreso, ¡magnifico! ¿Cuál es el problema? Que el Congreso trabaja a ratos, trabaja mal o mete todas las cuñas políticas a intereses partidistas que van contra el interés general y el interés del país. Al Congreso hay que imponerle un comportamiento diferente porque el país está cansado de este Congreso. Todos los días se le cuestiona en la calle, en los medios, en los cafés. Hay que hacer que trabaje al ritmo que el país requiere, pero no todo va a salir de él, también de las fuerzas vivas y del Ejecutivo, mediante todas las posibilidades que tiene un régimen presidencialista como el colombiano, utilizando el 122, utilizando todo.
Si el estado de sitio sirviera para lograr soluciones en este país, pues que se utilice el estado de sitio. ¿Qué aportan los militares, la iglesia, los gremios y los políticos? ¿Qué aportamos todos? Eso es lo fundamental del “Dialogo Nacional” que proponemos y que no puede ser letra muerta, ni se trata de que un grupo de iluminados le diga al país qué reformas necesita y que el país siga igual. Eso, simplemente, ¡sería reeditar un país esquizofrénico!
Estábamos a dos años del Palacio de Justicia.
Finalmente, dentro de este recorrido a vuelo de pájaro por más de mil y pico de entrevistas radiales, televisadas o escritas, encontré a la precursora de las entrevistas “light” en la televisión colombiana, con el presidente Guillermo León Valencia, que se negó a hablar de política y, en cambio, disfrutó horrores hablando de su padre, de quien contó la anécdota que reproduzco como un gesto de coquetería y de homenaje a Cali, la inolvidable, mi terruño:
Caminábamos un día por una avenida de Cali, donde a determinada hora empieza a soplar un viento muy fuerte que viene del mar y refresca deliciosamente la ciudad. Íbamos en sentido contrario al viento, cuando venía una muchacha preciosa con uno de esos vestidos ligeros que usan en Cali. El viento la envolvió completamente delatando la esplendidez de sus formas y, entonces, ella, toda azorada, cruzó la calle y se dirigió a mi padre: “Maestro, lo andaba buscando para que me dé un autógrafo”. Él le sonrió y le improvisó este cuarteto:
Niñas que vais por la calle
Teniendo el viento delante
No olvidéis que es dibujante
Que no perdona detalle...
Y ante mi reclamo por su oposición (in ilo tempore), al voto femenino, me contó que se reivindicó años después:
En mi Gobierno me correspondió el honor de tener un récord: cien mujeres en la diplomacia. Eso fue inclusive demandado, porque aquí se demanda todo, hasta la existencia de Dios, que una vez se salvó por un voto en la Asamblea del Cauca. Yo creo que la tercera fuerza de que se anda hablando en Colombia, la deberían integrar las mujeres, para producir el equilibrio y la sensatez de los que estamos haciendo poca gala los hombres en el política nacional.
Estábamos a treinta años de la declaración de Gabo proponiendo un gobierno de mujeres como única manera de salvar al mundo. Todo lo anterior, con los años, me ha dado una convicción: lo necesario e imprescindible de la terquedad periodística, aun cuando el mundo, como en un cuento de Borges, parezca ser devoto del eterno retorno, de la circularidad infinita de los mismos problemas y del desgaste de su capacidad cuestionadora. Quizás por ello, ante esa mezcla fugaz y apasionante de nuestra tarea, donde lo trascendental de hoy se desdibuja mañana, y el olvido crece con renovado ímpetu, es bueno haber conservado estos trabajos y hacerme, otra vez, la pregunta: “¿Para qué permanecen?”. Y responderla como entonces:
Tal vez para defenderse y defendernos de la muerte. Tal vez para que, al ser leídos, se reafirmen en el lector con el propósito de continuar su implacable lucha contra el tiempo (el tiempo que lo borra todo, como una blanca tempestad de arena). Tal vez para sumarse con algo de timidez, claro está, al impetuoso río de la Historia.
En mis libros conviven política y cultura porque en nuestra televisión no todo ha sido pequeños y mediocres escándalos prefabricados de farándula. También han estado y hablo en pretérito, las ideas y el idioma. El poder de la mente para modificar la realidad y transformar las cosas con el peso de una palabra tan precisa como sugerente, tan clara como honesta y, sobre todo, como lo dice de modo admirable Nélida Piñón en ese libro llamado El pan de cada día: “La suerte de cada uno de nosotros reposa, tantas veces, en las palabras que no entendemos, en las palabras que nos ciegan, que nos atormentan, que nos redimen , en las palabras con las cuales iniciamos el discurso de la invención”. Porque el periodismo también necesita encontrar su palabra: aquella que es cultura y creación. Testimonio de los hombres y sustento básico de aquello que luego los historiadores “novelarán”. No parecemos tener tiempo para elucubrar, pero, eso sí, nuestros enfoques y opciones los determinan valores asumidos e implícitos. En primer lugar ese que el periodista polaco Kapuściński expresó así: “Escribir sobre la guerra es luchar contra la guerra. El periodista, por su vocación y formación, es alguien cuya primera calidad es la de ser humano. Es alguien que se preocupa, que trabaja la causa del mutuo entendimiento”.
La pregunta sería, entonces, ¿en medio de la guerra, aquí y afuera, de la parcialidad sin remedio de la guerra, puede el periodismo, con las armas de la razón, comprender un mundo irracional? Me lo pregunto consciente de que la realidad es apenas las versiones interesadas que tenemos de ella. Pero es aquí donde es determinante el periodismo: cuando llega a los hechos y los confronta. Al tocarlos con su mirada y sus palabras nos obliga a reflexionar. A saber que el totalitarismo excluyente de las verdades absolutas se ve erosionado por miradas alternativas, por fragmentos para cuestionar la pirámide monolítica de una sola voz, de un solo gesto, de un único puño en alto.
El periodismo, bien lo sabemos, no ofrece el cuadro completo, pero contribuye a revelar su otra faz. Los trajes invisibles que no alcanzan a ocultar la desnudez del emperador. El carácter inquisitivo del periodismo, su capacidad de denuncia e investigación y el asedio crítico a los reductos cerrados, donde se cultiva mejor la corrupción, son los logros más estimulantes del periodismo colombiano en estos años.
Pero nuestra misión no es solo derribar frágiles ídolos con pies de barro. Es preguntarnos si el periodismo de opinión y de denuncia es escuchado, debatido o leído con atención y si cambia algo. Por eso traje a cuento solo algunos fragmentos aleccionadores de mis entrevistas y me pregunto, al extrapolar la pregunta al conjunto de nuestro periodismo, ¿en qué fallamos, qué nos falta para que nuestro trabajo caiga en tierra fértil y las alertas que encendemos sirvan para cambiar, frenar o prevenir, y para obtener así una modesta alegría, gratificante no solo por la tarea bien hecha sino por su eficacia?
Mientras pensamos en las respuestas, concluyo, con convicción y con la mirada puesta en una dilatada y fecunda experiencia, que ha valido la pena. Riesgos, logros desfallecimientos, triunfos, nada puede ser superior al intento de comprender el mundo en que vivimos y hacerlo un poco mejor y más habitable para esta generación y para las que vienen.
Gracias pues al Jurado del Premio Simón Bolívar. Gracias a todos ustedes por sus aplausos y su compañía.