Premio a la vida y obra
de un periodista


Darío Arizmendi

El ilustre estadista Carlos E. Restrepo decía que “Colombia es un país único”. Si analizamos lo que a diario sucede en esta increíble nación de América del Sur, de esta América metida en el laberinto de soledad del que hablara Octavio Paz, nos damos cuenta de que cualquier cosa que se diga sobre nuestra indescifrable realidad es minúscula.

¿A cuál escritor o cronista no lo hubieran tildado de loco si hace cinco años apenas se hubiera atrevido a pronosticar que, en el fugaz lapso de unas semanas, se iban a desencadenar dos tragedias de la magnitud del holocausto del Palacio de Justicia y la avalancha de Armero que le costó la vida a veinticinco mil personas? ¿En qué otro país del mundo se suceden dos acontecimientos de tanta envergadura? ¿O en cuál otro se pueden registrar insucesos tales como que una ciudad como Medellín tenga al año más muertos que Beirut o El Salvador, o que en Colombia más de 65 personas caigan abatidas diariamente por la violencia en sus múltiples manifestaciones? De acuerdo con las estadísticas, una persona es secuestrada en Colombia cada siete horas, y no estoy teniendo en cuenta la racha que se ha desatado en los últimos dos meses, pues haría más macabro aún el cuadro.

En estos días, Arturo Vélez Sierra recordaba, en el diario El Tiempo, cifras tan espeluznantes como las siguientes: en Colombia hay 16 mil muertes violentas al año y existen más de 2 millones 500 mil procesos sin definirse, el 96% de los crímenes quedan impunes y la criminal industria del secuestro representa más de 25 mil millones de pesos al año.

Para mayor vergüenza, ¿qué decir y cómo más calificar la infame orgía de sangre que se ha desatado en las últimas horas en Medellín, en donde han sido asesinados once agentes de policía y heridos otros ocho?

Aunque algunos sostienen lo contrario, una de las causas de nuestros males endémicos consiste en pensar que la realidad colombiana está suficientemente estudiada y diagnosticada, y eso no es cierto. Ya por temor, por ligereza o por lo que fuere, no hemos sabido interpretar de manera certera lo que viene afectando al país de tiempo atrás.

Lo que estremece hoy a Colombia no se dio de la noche a la mañana, ni se ha desarrollado por obra de la casualidad. De alguna manera, en mayor o menor grado, todos somos responsables de la crisis del país, y todos la engendramos. O fuimos testigos de su alumbramiento y la dejamos crecer sin percatarnos de que los monstruos solo fecundan otros monstruos, y que las sociedades sí son susceptibles de empeorar y de acabar sobre todo cuando el tejido social ha llegado a un punto tan extremo de impotencia.

Tan es así que las expresiones más corrientes son: “este país se acabó”, “a Colombia se la llevó el diablo” o “el último que salga que apague la luz”, como en el Uruguay de los Tupamaros.

¿Es la violencia colombiana una sola, perfectamente identificable como lo son, por ejemplo, la violencia que se presenta en España con la organización terrorista ETA o en Perú con el grupo Sendero Luminoso? De ninguna manera, y esta es otra de nuestras más flagrantes tragedias, sin par en el mundo, todo lo cual se constituye en uno de los nudos gordianos más complejos e incomprensibles de desatar, tanto para los extranjeros del común como para los más doctos que ven como su imaginación se estrella contra el más impenetrable de los muros, en momentos, además, en que la humanidad asiste a uno de los espectáculos políticos y sociales más maravillosos como es el derrumbamiento de un añejo sistema político en el que las ansias de libertad pudieron más que la concepción dictatorial y policiva.

Duele hasta los tuétanos comprobar que nuestra violencia, la de estas naciones del sur del continente, es una especie de callejón sin salida. En el caso de Colombia, es como si el reloj de la historia se hubiera anclado en las infernales guerras ancestrales del siglo pasado o en los periodos estériles de la “Patria boba”. Ello se debe, creo, al hecho de que no hemos sabido descifrar la realidad, y a esta la miramos como si fuéramos de otro planeta sin entender el rumbo de la historia, sin querer propiciar los caminos para encontrar nuestra propia identidad, y, lo que es peor, sin atrevernos a encontrar soluciones viables y realistas que frenen esta maldita violencia.

¿Por qué naciones como España, Italia, Uruguay, incluso como Chile, después de terribles penalidades y miles de muertos han hallado una salida? ¿Por qué allí las reformas constitucionales y de otra naturaleza han sido posibles? ¿Por qué allí se han resuelto problemas fundamentales y existe consenso acerca de las materias especiales? ¿Es Colombia un país paria o su pueblo es menos inteligente? La respuesta también es negativa. El pueblo colombiano es uno de los más recursivos, talentosos y trabajadores de los países en vía de desarrollo. Lo que pasa es que está pagando, a un altísimo precio por lo demás, su pecado original de haber parido una criatura multiforme capaz de expresar su violencia fratricida de muchas maneras, llámense subversión, criminalidad organizada, grupos paramilitares o carteles de narcotráfico.

Si desde que se empezaron a presentar estos fenómenos, nos hubiéramos preocupado por precisar sus causas, practicar el debido diagnóstico y aplicar un tratamiento riguroso, sin esguinces ni temores, muy diferente sería nuestra situación. Pero, como quiera que nunca lo intentamos, hoy el cáncer está anidado en esas especies de “monstruos invencibles” que hace que la nuestra sea una realidad trágica y hasta novelesca. En nuestro caso, cada día es peor y más angustioso que el anterior, y esto hace que no hayamos tocado fondo del todo y que el futuro se avizore confuso.

Otra cruel manifestación de nuestra desgracia es que estamos estigmatizados por el mundo entero, y sin posibilidad de que la situación vaya a cambiar radicalmente, entre otras razones porque en las naciones desarrolladas no existe demasiado interés en cambiar de víctima, al paso que Colombia anda metida en un túnel que lamentablemente no la conduce por la puerta grande del nuevo milenio.

Como lo afirma el politólogo Hernando Gómez Buendía,

@**@los protagonistas de las drogas son alrededor de 40 millones de consumidores en el mundo industrializado, son los niños y jóvenes expuestos al vicio, son los 12 países que —según el Narcotics Board de Naciones Unidas— dependen de la “narcoeconomía”, son las otras 27 naciones del Tercer Mundo que tienen participación sustancial en el tráfico, son los cientos de laboratorios que operan en Estados Unidos y Europa, son muchos de los 20 millones de personas, que según Guttman, viven de la economía subterránea en USA, en fin son los financistas que se lucran de una industria estimada en los 300 500 mil millones de dólares al año, tanto como el 2 o 3 por ciento del producto mundial bruto@**@.

Lo que se consumió en drogas en Estados Unidos durante 1988 equivale al 25% de la deuda externa latinoamericana, el 50% del presupuesto militar anual de Estados Unidos y al ciento por ciento de su déficit comercial.

Volviendo al tema de Colombia, ¿cuánto hace que el Estado y sus instituciones están en crisis? ¿Cuánto hace que la Constitución es letra muerta? ¿Cuánto hace que la espectacular fenomenología contemporánea nos desbordó, mientras que las institucionales formales permanecieron estáticas en el sueño eterno del siglo XIX?

Crisis, desmoronamiento del Ejecutivo, crisis y desmoronamiento de la justicia, crisis y desmoronamiento del Estado, del Derecho y del régimen de libertades, que hoy no ofrece las más mínimas garantías para que ellas sean viables. Crisis de un parlamento que no termina de morir y personifica los vicios ancestrales de una realidad que va por un lado y unas instituciones diseñadas para que no funcionen.

Crisis de las Fuerzas Militares y de Policía, que han demostrado su incapacidad para erradicar, por el camino de la represión, a la guerrilla más antigua y legendaria de América y a fenómenos contemporáneos como el de los carteles de la droga, que han logrado penetrarlas y hasta corromper a algunas de sus unidades y niveles.

Crisis de los partidos políticos que hoy viven de la inercia de su pasado y de algunas apariciones fugaces de uno que otro de sus más notables dirigentes. Crisis de doctrina, de programas, de norte. Con una actividad política reducida a la rebatiña burocrática y con un déficit con su electorado superior a la deuda impagable del Tercer Mundo con las potencias desarrolladas.

Crisis de los valores morales y “cristianos” de la Iglesia. 

Crisis del sindicalismo, que no ha podido encontrar su verdadera razón de ser, y ha permitido, en su contra, la más burda de las manipulaciones por concepciones filosóficas foráneas y ajenas a nuestra idiosincrasia.

Crisis de los medios de información que, desde hace rato y por razones de muy variada naturaleza, han tenido que someterse a la ley de la supervivencia por el silencio forzado que le han impuesto las diversas clases de violencia, incluida la económica.

Crisis de conceptos, crisis de principios, crisis de nacionalidad, crisis fratricida, como si nos hubiéramos propuesto, no sé por qué designio misterioso, destruirnos por completo, esperando sin esperanza que Colombia resurja de las cenizas como el Ave Fénix.

Por lo demás es increíble que el fenómeno abrasivo de las drogas haya terminado por envolvernos definitivamente a todos y que se haya vuelto una obsesión absoluta, nuestro único problema, olvidándonos de todos los demás males estructurales que nos aquejan y de los muchos factores positivos que también nos rodean.

¿Cómo es posible que a estas alturas del problema, nos hayamos encasillado en la discusión interminable y absurda de hacer de la extradición un fin? ¿A quién se le ocurre pensar, sino a nosotros, que una nación se salva política y moralmente ante la Comunidad Internacional porque aplique o no la extradición? Lo cual no significa, jamás, que no extraditar es claudicar. El primer deber de una nación y de un Gobierno es fortalecer la justicia propia, no delegarla en países extraños.

En este orden de ideas vale la pena citar una parte de un acertado artículo del analista y periodista Plinio Apuleyo Mendoza, en la edición de El Tiempo del pasado lunes 2 de abril. Al respecto afirma:

@**@Con la extradición solo hemos conseguido, hasta ahora, convertir el tráfico de drogas —inevitable mientras haya 30 millones de consumidores en los Estados Unidos— en un delirio de sangre y horror. Otros países productores de coca, como Bolivia, Perú y Brasil, no han vivido semejante calvario. Quijotes, conseguimos convertir el narcotráfico en narcoterrorismo y colgarle a nuestro Estado una segunda guerra, además de la subversión@**@.

Esta es otra de nuestras tragedias, la de convertirnos en el escenario casi único de una guerra universal pero que libra su más mortífera batalla en Colombia, hoy por hoy el más desgraciado de los países, el más asediado, el más sufrido, el de peor presente y el de más nublado futuro.

Para colmos, estamos atrapados en el desastre común de América Latina, en momentos en que Asia empieza a ejercer un papel protagónico y la Europa socialista arremete con todo para convertirse en la posibilidad de un nuevo modelo y en un apetitoso mercado.

Lo que nos ha tocado vivir, de cierta manera, equivale a una modalidad de “guerra civil”, y todos sabemos que cuando un país es víctima de tal catástrofe se afectan, cuando menos, dos generaciones. La nuestra y la de nuestros hijos son dos generaciones profundamente traumatizadas —para siempre—.

A Colombia hay que repensarla de nuevo, hay que rehacerla y hay que reconstruirla. Así como está, no es Patria para nadie, y sus cimientos están vencidos. Nos toca discutir con suma inteligencia y sentido pragmático sus nuevas bases y estructuras, buscando un orden económico y social más digno, más justo y más civilizado.

Las condiciones existen y la idea de que tenemos que repensar el país está generalizada.

El primer paso está dado: hoy hay más conciencia que en cualquier otra época sobre la gravedad extrema que tiene comprometida nuestra existencia y que nos ha proyectado ante la humanidad como un pueblo de la peor calaña y capaz de cometer los peores actos de barbarie.

Si se le introdujeran a una computadora los datos de nuestra sobrecogedora realidad, su conclusión sería determinante: el paciente agoniza y hay que someterlo a un tratamiento de cuidados intensivos pero se puede salvar.

Y se puede salvar porque la inmensa mayoría de nuestro pueblo es decente y honesto.

Y se puede salvar porque el colombiano es un pueblo formidable y maravilloso, que siempre ha sabido responder cuando se le formulan grandes convocatorias, cuando se le proponen metas ambiciosas, cuando se le invita a pensar en grande, cuando se le tiene en cuenta para proyectos de reivindicación nacional, y cuando se le llama a meditar en términos de encontrar su propia identidad y de entender que tenemos una gran nación que cumplió trascendentales procesos y libró importantes batallas en el pasado y que esta mala hora de su discurrir la puede superar.

Colombia se puede salvar si pensamos a largo plazo con visión universal, sin criterios provincianos, sin falsos moralismos, con los ojos puestos en los principios y convenios de que en la educación de verdaderos ciudadanos está el futuro de la nueva Colombia y que la justicia social es el primer presupuesto del desarrollo.

Se puede salvar si hacemos del pluralismo ideológico un compromiso, si a nuestros compatriotas los educamos en la libertad responsable, si erradicamos las raíces que convocan a la violencia y si le devolvemos a la vida su valor sublime y sobrenatural. Para ello es imprescindible acometer un reordenamiento institucional y estructural y fijar los pilares del nuevo concepto de la nación, para que nos sintamos orgullosos de ser colombianos y para que un día, ojala no muy lejano, recuperemos el lugar que nos toca en la historia y dejemos de lado, y por los siglos de los siglos, esta guerra sucia de mil cabezas, que a todos nos avergüenza y amilana.

Me pregunto si con el torrente de acontecimientos de las últimas semanas, hemos tenido tiempo para pensar en los dilemas de los medios de información.

Nunca antes como en esta época la sociedad había esperado tanto de nosotros. Nunca había sido mayor nuestra responsabilidad social con el país y con la historia.

El periodista se halla en el “fuego cruzado” de otra guerra detestable como es la “guerra de la información”, de la “desinformación” o de la “contrainformación” que pretende convertir a los medios y a sus profesionales en instrumentos de su macabro propósito, que no es otro diferente al de confundir a la opinión pública en aras de sus intereses personales.

Si la sociedad toda se encuentra literalmente impotente y asediada, otro tanto se puede afirmar de nuestra profesión. Quizá nunca jamás había recibido tantas embestidas de esa hidra de por lo menos siete cabezas que conforman el núcleo de la multiviolencia colombiana. Como consecuencia de su pavoroso manto, decenas de periodistas y escritores han caído abatidos, otros tantos han tenido que marchar al exilio y los que aquí estamos, vivimos expuestos a los más inclementes desafíos. Se puede concluir que hoy la libertad de prensa y de expresión es un remedo y una sombra de lo que debe y tendría que ser, no por culpa, propiamente, de la acción censora del Gobierno o de algún funcionario, sino del desmoronamiento del Estado y de sus instituciones y del establecimiento, de hecho, de la pena de muerte para los “delitos de opinión”.

Señor Presidente de Seguros Bolívar, señores del Jurado calificador, compañeros galardonados, colegas y amigos:

Vengo de la montaña, de una tierra altiva y altanera. Vengo de la provincia. Vengo de la Antioquia de siempre, la de dura cerviz. Soy sangre de su sangre y como tal pertenezco a ese pueblo que no se entrega ni claudica. Amo entrañablemente mi profesión y a ella le he dedicado los mejores 25 años de mi vida, toda una vida.

El Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar a la Vida y Obra de un Periodista, en la categoría de prensa escrita, lo recibo con inmenso orgullo y profunda satisfacción. Pero al mismo tiempo lo acepto como un reto y un acicate para no desfallecer en la dura brega de este noble pero maldito oficio de que hablara Camus.

Tan honrosa distinción quiero compartirla con mi señora y con mis hijos, y con esa familia que es la del periódico El Mundo, por el cual una nueva generación ha venido luchando a brazo partido, sin ninguna tregua ni cuartel y contra todo tipo de obstáculos y penurias. Por intermedio del presidente del Consejo Editorial, Carlos Posada Uribe; del presidente de la Junta Directiva, Juan Manuel del Corral; del gerente, Arturo Penagos; de la subdirectora, Martha Botero de Leyva, y del jefe de Redacción, Jairo León García, a todos les envío un caluroso y sentido abrazo.

Para Seguros Bolívar, para su presidente, José Alejandro Cortés, y para la coordinadora del Premio, Ivonne Nicholls, en nombre de todos los galardonados, nuestro reconocimiento por su exaltación y solidaridad con el periodismo colombiano.

Al representante del Jurado calificador, doctor Roberto Arias Pérez, y al escritor y novelista Manuel Mejía Vallejo, nuestra gratitud por la generosidad de sus palabras.

Para ustedes, apreciados y respetados colegas, hago una sola invitación. Una invitación a que renovemos nuestra fe en Colombia y en su pueblo maravilloso. El país entero espera de nosotros lo mejor de lo mejor. Lo mejor de nuestra inteligencia y talento. Juicio, muy buen juicio. Ecuanimidad. Profesionalismo. Sindéresis. Criterio. Profundidad. Capacidad de interpretación y reflexión. Actitud positiva. Serenidad. Honradez en el tratamiento de la realidad. Despliegue de los valores humanos. Patriotismo. Alegría. Recursividad. Coraje. Sapiencia y acierto en la orientación. Esperanza. Apoyo a la “cultura de la vida”. Repudio a la “cultura de la muerte”. Rigor y exactitud en la información. Búsqueda de la verdad. Visión universal de los hechos. Independencia, más no apasionamiento.

En fin, lucidez y brillantez para que podamos cumplir con la responsabilidad que nos corresponde en el empeño de ayudarle al país a salir de su atolladero, y construir otra Patria, la que Bolívar soñó y nosotros no pudimos vivir, pero que merecen nuestros descendientes.

Aprendamos con Carl Sagan que “en la perspectiva cósmica cada uno de nosotros es precioso y único”. Qué bueno sería para la democracia, la libertad y la vida, que pudiéramos contribuir a hacer realidad su magistral llamamiento: “Si alguien está en desacuerdo contigo, por favor déjalo vivir, pues no encontrarás a nadie parecido en 100 millones de galaxias”.